martes, 30 de julio de 2013

Al final de la cordura II: La canción del exilio

Se rompió pues, con tu presencia y mi llanto, el letargo profundo que guardaba en mi pequeño paraíso. El paisaje que hasta ahora se había erguido a mi alrededor se fue resquebrajando y, de nuevo a cámara lenta, grandes pedazos de cristal que parecían contenerlo fueron cayendo, describiendo un majestuoso baile en el aire. 

Los horizontes se aproximaron.

Y solo permanecimos el árbol, la hierba, el camino, tú y yo.

El sol comenzó a ponerse, podría haber jurado que antes de tiempo, y se situó frente a ti, dejándome contemplar tu negra silueta recortada contra su naranja impetuosidad. 

El aire paró. Ya no había hojas bailando sobre mi cabeza que amortiguaran el ruido de mi llanto desconsolado, ni trino de pájaros que compusiera música alguna. Solo allá, en la lejanía, donde el desierto y el mar se encontraban, se adivinaban las salvas que el arrullo de las olas al romper gritaban por ti.

Los girasoles, solemnes, se agachaban a tu paso y lloraban en silencio la pérdida que yo no aceptaba a gritos. Si me hubiera resignado a respetarte en silencio, este habría sido tan sobrecogedor que hasta el mar hubiera cesado en su vaivén, y solo las lombrices y los escarabajos de la tierra que amparaba las raíces se hubieran escuchado. 

En mi hubiera guardado todos los sonidos que nos rodeaban si hubiera sido capaz de guardar una compostura que no correspondía. A cambio, en mí te guardé a ti, como último e imperecedero recuerdo de felicidad.

domingo, 28 de julio de 2013

Al final de la cordura

A puerta cerrada y pierna suelta. Así morí.
Y guardé como estado de ánimo perpetuo el instante en que, tumbado bajo la sombra de un árbol centenario, un rayo de luz furtivo se colaba entre la frondosidad de las hojas y jugaba a deslumbrarme.
Imploré un perdón que, de haber llegado, se habría adherido a mi piel como el aroma fresco del naranjo joven. Simple perdón por haberte descrito sin la precisión que merecías y haberte amado sin descanso. Incluso cuando no era el momento.
Y el ruido de mi estancia eterna no fue otro que el trino amortiguado de los pájaros. Por la lejanía y el bailar de las hojas, dos metros sobre mi cuerpo, dibujando ámbar en mi piel y mi ropa, llegando al álgido punto de la temperatura ambiente. Perfecta.
Todo parecía ir a cámara lenta.
Todo se adivinaba borroso tras mis párpados, ahora traslúcidos, cuando cerraba los ojos e inspiraba hondo. Sin pretensiones ni esperanzas. Pero tampoco desazón.
A pesar de que no necesitaba noches ni días, de que el pasar de las horas me era indiferente, la luna asomaba siempre en el mismo instante, trazando su ciclo en el cielo, y el sol la reemplazaba al amanecer. 
Y yo, simplemente, permanecía. Para qué más.

Pero un buen día irrumpiste en mi muerte. Rompiste mi serenidad. E intenté llamarte. Acercarme a ti. Acariciarte. No llegaste a inmutarte ante uno solo de mis gritos desesperados.
Observé cómo paseabas, cómo pasabas de largo, siguiendo un camino que me era ajeno e imposible, y lloré de un dolor que no me había invadido hasta entonces. Ni siquiera en el momento en que entendí que me esfumaba.

Advertí con tu caminar que tu presencia allí era efímera como la luz de un faro que da un último barrido antes de que se funda la enorme bombilla. Por eso mis lágrimas corrieron raudas a estamparse en el suelo que hasta ahora me había acunado. Por eso mi voz se desgarró en mil pedazos y no consiguió romper la barrera invisible que nos separaba.

Porque si estabas allí, de paso, era porque te dirigías a tu propio lugar. Porque ya no había borde afilado que te fuera a hacer sangrar.

martes, 23 de julio de 2013

éramos dos, era un volcán

Recogió sus andares y dobló media esquina, porque tras la otra media solo estaban la nada y su destino final.

Apabullante.

Con la barbilla alta, conteniendo el aire en los pulmones y la saliva al borde del desfiladero de su garganta. Se giró elegantemente, dejando que sus zapatos negros de tacón fino y altura media hicieran crujir la grava. 
Hizo visera con la mano para evitar deslumbrarse. Y fui yo quien quedó deslumbrado una vez más. 

Confusión.

No sabía hacia donde dirigirse.
No perdía la compostura ni un segundo. Todo bajo control. Siempre.

Y aún así, cobarde.

Porque sentía y parecía no padecer. Nosotros, nunca a la misma altura. Nunca, jugando el mismo juego, con el mismo número de cartas; ella siempre tenía más y, aún así, a sabiendas, hacía trampa.
A mí no me salía no ser transparente como un pequeño charco tras un día de lluvia. Y ella no quería dejar de ser turbia como un enlodado y bravío río en medio de un vendaval.

Y así, con sus andares recogidos, su barbilla alta, su elegancia y compostura, y su cobardía, como siempre en una encrucijada, escogió todas las direcciones menos la que venía hacía mí.

Y la vi dividirse. Más que eso, la vi partirse. Escindirse en muchas Ella, sin significar eso que ninguna perdiera un ápice de fuerza y concisión. Contemplé como todas sus partes se miraban una última vez. 
Y después, sin esperar un segundo y sin un gesto de despedida o aprobación, cada cual tomó su camino.

Y allí se quedó su corazón, en el centro, esperando a que cualquiera lo viera y fuera a entregárselo de vuelta. A una de sus muchas partes, para recomponerla entera, y que las demás volvieran al fresco olor de un corazón en su hogar.
Esperando a que cualquiera se lo diera.

Cualquiera menos yo.



into the w



El arte de Rachel Portman sonaba de fondo. "We had today" y "Vianne sets up shop" se repetían periódicamente cada dos o tres canciones. Despuntaban de vez en cuando la brillantez de Alan Menken o Howard Shore.
La tartaleta de carne y verdura humeaba en la mesa de cedro. Madera lijada. Desprovista de su brillo. Vieja y ligeramente carcomida. 
Y mientras los quehaceres se terminaban lentamente en aquella estancia, ella bailoteaba distraídamente. Esta vez al son de "Potter Waltz", mientras tarareaba la canción instrumental y sonreía de manera casi automática. Incluso con los ojos cerrados se atrevía a moverse por allí desahogadamente, sin miedo a chocarse con nada. Fluía. Casi podría decirse que levitaba.
Descalza. Vestida con un ligero vestido lencero y un delantal, sudaba en aquella bochornosa tarde de verano en la que el calor era mayor en la cocina por el horno recién apagado.
La luz del ocaso se esparcía por cada rincón y la bañaba. Dorada, brillante. 
No tenía nada ni a nadie que esperar, ni nada ni nadie que la esperara. 
Y quizá por eso bailara. 
Por la libertad que tantos ansiaban y pocos poseían.
Tanta era que no cabía en su cuerpo.
Quizá fuera esa libertad la que su poros rezumaban. 

sábado, 20 de julio de 2013

brevedad

Sé que tu noche no acaba aquí, 
que no expiras conmigo 
como yo suspiro por ti.

Sé tantas cosas que ignoras que conozco.
Sé tus miradas y tus desvíos.
Tus precipicios y tus nadas.
Tus vacíos inconmensurables.

Pero eres la tierra roja del sendero
que levantan mis pies al pasar, 
que ensucia mis zapatos.
Por ti ni contigo, no quisiera yo dejar de caminar.

Eres mastín vigilante, 
libélula perdida, 
girasol a contraluz, 
avena del camino, 
dorado alar de los insectos.

Eres la consecuencia directa, 
inmediata
e involuntaria, como siempre fuiste.
Pero esta vez del hastío y del estivo, 
del viento fresco, la música y el silencio.

[...] 

sábado, 6 de julio de 2013

¡Ay, Habana!

A finales de los 50 se dibujó en las calles de La Habana la figura de ambos bailando una pegajosa salsa, mojada de ron y sudor.
Una danza de proximidad pasional erizada en el momento previo a un beso, de narices rozándose y bocas entreabiertas, que se convertía en eterno, en ligeros roces de dientes, en la expectativa, implacable, que recorría a nuestros cuerpos y se convertía en la precursora de nuestros movimientos. Más eficaz y precisa que la música.
Volvíamos el uno al otro imantados, calientes, deseosos del encuentro de la carne, de las vueltas y el vaivén, de tus manos en mis hombros, en mi cuello, en mi pelo y mi cintura. Y mi cadera.
La luz dorada de la tarde se reflejaba en las fachadas claras y ligeramente desgastadas de los edificios coloniales, y si bien en aquella azotea el aire nos rodeaba, no corría entre nosotros, siendo el que movía mi pelo y mi falda aquel que provenía de la sístole y la diástole de nuestros corazones, que bailoteaban a nuestro compás. 

Y nuestras pelvis volvieron a entrechocar y a sumirse en el meloso bamboleo.

Pero la magia se quebró de repente.
Nuestra salsa se cerró abruptamente con el sonido de una revuelta en la calle y el fin de la canción, una sonrisa en nuestros labios y la promesa simple y llana de volver a aquel edificio de tres alturas que jamás volvimos a ver.