domingo, 1 de septiembre de 2013

Sr.- Reivindicaciones de paz.

Qué puedes hacer, aparte de gritar y llorar. Maldecir y resignarte. Como acto último, más de salvación que de rebeldía, el suicidio. ¿No es así?
Qué puedes hacer. Nada. Ver como todo cae a tu alrededor. Literalmente.
Cuatro muros que pretenden amparar, proteger, son inútiles si lo que llega a tu hogar son bombas caídas del cielo.
Y el hogar no es ya una casa, es allí donde te sientes salvaguardado durante al menos unas horas.
Qué puedes hacer, si mueren tus hijos, si mueren tus padres, si las calles ya solo hablan para pedir socorro.
La única verdad que queda en tu nación son las risas de sus niños, cuando no lloran.
Ni jóvenes en las universidades. Ni mercado en la plaza de al lado. Ni relojes que marquen una hora que te resulte conveniente, porque la única hora que quieres ver llegar es la del final del dolor.
Cuán lejos quedará.
A cuánto horror tendrás que sobrevivir, hombre, mujer. Por qué te corresponde a ti sufrir una batalla que no es tuya.
Cuántas preguntas han pasado en dos años por tu cabeza. ¿Sigues teniendo cabeza? Yo me hubiera vuelto loca si hubiera sobrevivido.
Porque si en una guerra nadie gana, si solo hay muerte, dolor, oscuridad, destrucción, por qué quien puede sigue jugando. Creyéndoos soldaditos de metal. Reventándoos unas entrañas que no les pertenecen.

miércoles, 28 de agosto de 2013

Parfum de femme


Aquí, lloviendo sobre mojado y llorando sobre seco, todo terreno antes yermo se convierte en dulce vida, con el sabor de la tersa manzana algo ácida y el color de tus grises ojos.
Veteados de un amarillo enfermizo.
Son los rayos del sol que se ha escapado. Los llama silbando entre el arrastrar del vendaval y el tronar de los relámpagos. Y como apenas se le escucha, algunos se quedan desperdigados entre los nubarrones que se creen amenazadores y solo son el primer respiro del verano.

Y la manzana dulce y los ojos grises huelen a tierra mojada, como tu cuello cuando despiertas. 
Suena el tango de Gardel y sigue lloviendo.
Y los pájaros siguen mudos.
El sol ya reclutó a todo su rebaño y dejó paso a las estrellas. No se molestan en pelear con la masa gris para dejarse ver.
Y deja de llover y tus ojos grises se cierran y la manzana dulce sucumbe al último bocado.
Pero el ambiente y tu cuello siguen oliendo a tierra mojada.
Y sonrío. 


domingo, 11 de agosto de 2013

Estábamos tan de noche, tan sin luces.

Llevabas tanto tiempo estando de noche, que a veces incluso me parecía ver estrellas en tus ojos casi negros. Ese “casi” que no llegaba a la profunda negrura, tan característico de la noche, tan iluminado siempre por alguna luna, estrella o luciérnaga, pero que tanto pánico podía llegar a inspirar, sobre todo cuando era solo salvaguardado por algún resplandor pasajero que no albergaba intención de estacionar.

No sé qué pudo llegar a herirme más. De los dos estados de tus ojos, digo. Porque durante todo ese tiempo en que estuviste de noche, sabía que la luna que en tus ojos brillaba, cuando lo hacía, no era la mía. Pero no conseguir siquiera entrever la pequeña luz verdosa de las nocticulas era desalentador, o al menos para mí.

Quizá que los dos estuviéramos de noche era lo que nos resultaba incompatible. Más cuando siempre estuvimos acostumbrados a ser día y noche. Más, si cabe, cuando por aquel entonces la luna que escasos días asomaba a mis ojos, era la tuya.

Estábamos tan de noche, 
tan sin luces, 
tan absortos... 
Éramos tantas noches,
tantos sueños,
tan nosotros. 

martes, 30 de julio de 2013

Al final de la cordura II: La canción del exilio

Se rompió pues, con tu presencia y mi llanto, el letargo profundo que guardaba en mi pequeño paraíso. El paisaje que hasta ahora se había erguido a mi alrededor se fue resquebrajando y, de nuevo a cámara lenta, grandes pedazos de cristal que parecían contenerlo fueron cayendo, describiendo un majestuoso baile en el aire. 

Los horizontes se aproximaron.

Y solo permanecimos el árbol, la hierba, el camino, tú y yo.

El sol comenzó a ponerse, podría haber jurado que antes de tiempo, y se situó frente a ti, dejándome contemplar tu negra silueta recortada contra su naranja impetuosidad. 

El aire paró. Ya no había hojas bailando sobre mi cabeza que amortiguaran el ruido de mi llanto desconsolado, ni trino de pájaros que compusiera música alguna. Solo allá, en la lejanía, donde el desierto y el mar se encontraban, se adivinaban las salvas que el arrullo de las olas al romper gritaban por ti.

Los girasoles, solemnes, se agachaban a tu paso y lloraban en silencio la pérdida que yo no aceptaba a gritos. Si me hubiera resignado a respetarte en silencio, este habría sido tan sobrecogedor que hasta el mar hubiera cesado en su vaivén, y solo las lombrices y los escarabajos de la tierra que amparaba las raíces se hubieran escuchado. 

En mi hubiera guardado todos los sonidos que nos rodeaban si hubiera sido capaz de guardar una compostura que no correspondía. A cambio, en mí te guardé a ti, como último e imperecedero recuerdo de felicidad.

domingo, 28 de julio de 2013

Al final de la cordura

A puerta cerrada y pierna suelta. Así morí.
Y guardé como estado de ánimo perpetuo el instante en que, tumbado bajo la sombra de un árbol centenario, un rayo de luz furtivo se colaba entre la frondosidad de las hojas y jugaba a deslumbrarme.
Imploré un perdón que, de haber llegado, se habría adherido a mi piel como el aroma fresco del naranjo joven. Simple perdón por haberte descrito sin la precisión que merecías y haberte amado sin descanso. Incluso cuando no era el momento.
Y el ruido de mi estancia eterna no fue otro que el trino amortiguado de los pájaros. Por la lejanía y el bailar de las hojas, dos metros sobre mi cuerpo, dibujando ámbar en mi piel y mi ropa, llegando al álgido punto de la temperatura ambiente. Perfecta.
Todo parecía ir a cámara lenta.
Todo se adivinaba borroso tras mis párpados, ahora traslúcidos, cuando cerraba los ojos e inspiraba hondo. Sin pretensiones ni esperanzas. Pero tampoco desazón.
A pesar de que no necesitaba noches ni días, de que el pasar de las horas me era indiferente, la luna asomaba siempre en el mismo instante, trazando su ciclo en el cielo, y el sol la reemplazaba al amanecer. 
Y yo, simplemente, permanecía. Para qué más.

Pero un buen día irrumpiste en mi muerte. Rompiste mi serenidad. E intenté llamarte. Acercarme a ti. Acariciarte. No llegaste a inmutarte ante uno solo de mis gritos desesperados.
Observé cómo paseabas, cómo pasabas de largo, siguiendo un camino que me era ajeno e imposible, y lloré de un dolor que no me había invadido hasta entonces. Ni siquiera en el momento en que entendí que me esfumaba.

Advertí con tu caminar que tu presencia allí era efímera como la luz de un faro que da un último barrido antes de que se funda la enorme bombilla. Por eso mis lágrimas corrieron raudas a estamparse en el suelo que hasta ahora me había acunado. Por eso mi voz se desgarró en mil pedazos y no consiguió romper la barrera invisible que nos separaba.

Porque si estabas allí, de paso, era porque te dirigías a tu propio lugar. Porque ya no había borde afilado que te fuera a hacer sangrar.

martes, 23 de julio de 2013

éramos dos, era un volcán

Recogió sus andares y dobló media esquina, porque tras la otra media solo estaban la nada y su destino final.

Apabullante.

Con la barbilla alta, conteniendo el aire en los pulmones y la saliva al borde del desfiladero de su garganta. Se giró elegantemente, dejando que sus zapatos negros de tacón fino y altura media hicieran crujir la grava. 
Hizo visera con la mano para evitar deslumbrarse. Y fui yo quien quedó deslumbrado una vez más. 

Confusión.

No sabía hacia donde dirigirse.
No perdía la compostura ni un segundo. Todo bajo control. Siempre.

Y aún así, cobarde.

Porque sentía y parecía no padecer. Nosotros, nunca a la misma altura. Nunca, jugando el mismo juego, con el mismo número de cartas; ella siempre tenía más y, aún así, a sabiendas, hacía trampa.
A mí no me salía no ser transparente como un pequeño charco tras un día de lluvia. Y ella no quería dejar de ser turbia como un enlodado y bravío río en medio de un vendaval.

Y así, con sus andares recogidos, su barbilla alta, su elegancia y compostura, y su cobardía, como siempre en una encrucijada, escogió todas las direcciones menos la que venía hacía mí.

Y la vi dividirse. Más que eso, la vi partirse. Escindirse en muchas Ella, sin significar eso que ninguna perdiera un ápice de fuerza y concisión. Contemplé como todas sus partes se miraban una última vez. 
Y después, sin esperar un segundo y sin un gesto de despedida o aprobación, cada cual tomó su camino.

Y allí se quedó su corazón, en el centro, esperando a que cualquiera lo viera y fuera a entregárselo de vuelta. A una de sus muchas partes, para recomponerla entera, y que las demás volvieran al fresco olor de un corazón en su hogar.
Esperando a que cualquiera se lo diera.

Cualquiera menos yo.



into the w



El arte de Rachel Portman sonaba de fondo. "We had today" y "Vianne sets up shop" se repetían periódicamente cada dos o tres canciones. Despuntaban de vez en cuando la brillantez de Alan Menken o Howard Shore.
La tartaleta de carne y verdura humeaba en la mesa de cedro. Madera lijada. Desprovista de su brillo. Vieja y ligeramente carcomida. 
Y mientras los quehaceres se terminaban lentamente en aquella estancia, ella bailoteaba distraídamente. Esta vez al son de "Potter Waltz", mientras tarareaba la canción instrumental y sonreía de manera casi automática. Incluso con los ojos cerrados se atrevía a moverse por allí desahogadamente, sin miedo a chocarse con nada. Fluía. Casi podría decirse que levitaba.
Descalza. Vestida con un ligero vestido lencero y un delantal, sudaba en aquella bochornosa tarde de verano en la que el calor era mayor en la cocina por el horno recién apagado.
La luz del ocaso se esparcía por cada rincón y la bañaba. Dorada, brillante. 
No tenía nada ni a nadie que esperar, ni nada ni nadie que la esperara. 
Y quizá por eso bailara. 
Por la libertad que tantos ansiaban y pocos poseían.
Tanta era que no cabía en su cuerpo.
Quizá fuera esa libertad la que su poros rezumaban. 

sábado, 20 de julio de 2013

brevedad

Sé que tu noche no acaba aquí, 
que no expiras conmigo 
como yo suspiro por ti.

Sé tantas cosas que ignoras que conozco.
Sé tus miradas y tus desvíos.
Tus precipicios y tus nadas.
Tus vacíos inconmensurables.

Pero eres la tierra roja del sendero
que levantan mis pies al pasar, 
que ensucia mis zapatos.
Por ti ni contigo, no quisiera yo dejar de caminar.

Eres mastín vigilante, 
libélula perdida, 
girasol a contraluz, 
avena del camino, 
dorado alar de los insectos.

Eres la consecuencia directa, 
inmediata
e involuntaria, como siempre fuiste.
Pero esta vez del hastío y del estivo, 
del viento fresco, la música y el silencio.

[...] 

sábado, 6 de julio de 2013

¡Ay, Habana!

A finales de los 50 se dibujó en las calles de La Habana la figura de ambos bailando una pegajosa salsa, mojada de ron y sudor.
Una danza de proximidad pasional erizada en el momento previo a un beso, de narices rozándose y bocas entreabiertas, que se convertía en eterno, en ligeros roces de dientes, en la expectativa, implacable, que recorría a nuestros cuerpos y se convertía en la precursora de nuestros movimientos. Más eficaz y precisa que la música.
Volvíamos el uno al otro imantados, calientes, deseosos del encuentro de la carne, de las vueltas y el vaivén, de tus manos en mis hombros, en mi cuello, en mi pelo y mi cintura. Y mi cadera.
La luz dorada de la tarde se reflejaba en las fachadas claras y ligeramente desgastadas de los edificios coloniales, y si bien en aquella azotea el aire nos rodeaba, no corría entre nosotros, siendo el que movía mi pelo y mi falda aquel que provenía de la sístole y la diástole de nuestros corazones, que bailoteaban a nuestro compás. 

Y nuestras pelvis volvieron a entrechocar y a sumirse en el meloso bamboleo.

Pero la magia se quebró de repente.
Nuestra salsa se cerró abruptamente con el sonido de una revuelta en la calle y el fin de la canción, una sonrisa en nuestros labios y la promesa simple y llana de volver a aquel edificio de tres alturas que jamás volvimos a ver.

miércoles, 26 de junio de 2013

Tratado de despérdida

"Los abajo firmantes se comprometen de forma ineludible a respetar al otro, y por tanto, a ser respetados.


A guardar las distancias necesarias.
Asegurar las cortas y procurar desviar las largas.


A prohibir más de un encuentro pasional al mes.
Pasional no significa necesariamente carnal.


A esconder los días claros de las conveniencias y los oscuros de las canciones tristes.



A permitir que crujan las espaldas y los nudillos pero no que rueden las cabezas.
Y si ruedan, que no sangren ni ensucien en demasía, porque limpiar da mucha pereza y los ideales rotos tienen filos muy cortantes.


Los abajo firmantes, en una reiteración de su naturaleza, que se apaciguará sin someterse a la del otro, confirman que se quieren separar, pero no pueden, porque el magnetismo de la vida es así de caprichoso.



Firmado:



El Amor                                                                                                                             La Amistad"



...


Rezaba así un acuerdo en los albores de la humanidad que no llegó a firmarse jamás porque después de todo, la vida es igual que su magnetismo: así de caprichosa.

domingo, 23 de junio de 2013

Hombre viejo, arrugado, que cargas a tus espaldas el peso inclemente de toda una vida.
Cotidiana y monótona, sin ningún hecho reseñable en un libro de historia, un best seller, una biografía llena de florituras, o un bestiario. 
Pero no por eso menos extraordinaria.
Antes de que las Moiras se encaprichen con tu hilo y decidan cortarlo, te queda tiempo de unos cuantos amaneceres de otoño, un par de despertares de domingo al olor del café y la voz de tu anciana mujer, alguna siesta en la sobremesa, y el final de tu libro favorito al calor de la lumbre de tu hogar. 
Hombre viejo, que has amado y has sido amado, tu fin no llega con tu muerte, sino con el fin de tu estirpe y el desvanecimiento de los recuerdos de tus allegados.
Hombre viejo, amigo, marido, padre y abuelo.
Tu fin no llega contigo.

miércoles, 19 de junio de 2013

Sevillana

Se quedó la noche coqueta, engalanada,
repleta de estrellas y con un dulce olor a naranja.

Se quedó la noche sevillana prendada de un caminar bamboleante; 
de una bicicleta demasiado rápida que levantaba una falda;
de una luz que no era la de su Giralda,
que era de unos ojos castaños apenas rodeados de cortas pestañas.

Se quedó Sevilla muda en tu silencio, 
ahogada en tus palabras.
Desnuda de carencias,
vestida de caladas a un cigarro ajeno
que revolvía sus entrañas.

Noche de primavera 
a altas horas de la madrugada.
Cerrada, intempestiva, 
sola, desganada.

Se quedó la noche coqueta, engalanada, 
triste y enferma porque tú no llegabas.



Prometí a un amigo dedicarle
lo primero que escribiera
que supiera que le podía gustar.
Pues para ti, Pepo, que ya era hora.



martes, 18 de junio de 2013

El fondo del mar, o del amor.

Del mar conocemos lo que a veces olvidamos del amor.

Sabemos que las bellas aguas turquesas de algunas orillas son solo un preludio a la profundidad y a la inmensidad que se extiende ante nosotros, esperando abrazarnos.
Y una vez nos recibe entre sus extremidades, porque es así como abraza, con todo su ser y todo su cuerpo, su peso nos aplasta y su magnificencia nos ahoga.

El miedo y la tensión pueden con nosotros, nos hacen dejar de razonar, de pensar, de respirar correctamente, y en un afán desesperado por mantenernos a flote, la hiperventilación se hace de nuestro organismo.

El agua entra en nuestros pulmones.

Y perdemos la consciencia. 

Y ya simplemente, como un yunque de hierro, nos dejamos- sin quererlo y sin saberlo- hundir hasta lo más hondo. A lo más  bello y lleno de vida; o a lo más vasto y yermo. Hasta tocar el fondo del mar (o del amor, ya nadie lo sabe). 



Inspirado por 
"Sabemos del amor"- Sara Bueno.
Gracias.

miércoles, 12 de junio de 2013

Porque se calló el abanico.

No soy de frases célebres, soy de celebrar con frases.

Y es que:

hay cierta belleza, tan única y personal, que no es demostrable con acto alguno; son las palabras las que dan amparo a su reflejo quebrado en un ámbito público

que, sin embargo, concede una privacidad incluso inalcanzable en ciertos momentos íntimos. Es posible hacer que solo media persona entienda lo que se dice. Y que a vista desacostumbrada un trasfondo escalofriante se quede en mera belleza incomprensible.

Se consigue con el subjetivo significado de un significante. Y valga la redundancia, porque bien vale.

Con pausas que los ojos de lector, ajeno a la situación, interpretan como artificios artísticos que desafían a la gramática.

Pero en realidad simbolizan el asesinato con premeditación, alevosía y ensañamiento de un mosquito.
O el vaivén de un abanico.
O una complicidad instantánea invadida por un espectador indiscreto.
O una mirada desesperada al reloj.

Una belleza que se queda en un final abierto porque se terminó la inspiración, porque es mejor dejar con intriga, o...

martes, 11 de junio de 2013

The wind has blown, but now I know.

Que hoy haya escuchado cinco veces la misma banda sonora no significa que sea una lunática.
Es que intento estudiar y que la poca cordura no se quede entre hoja y hoja del manual.

Estas canciones no me recuerdan a nada.
Ni a ti, ni a mí.
Me cuentan una historia que no me pertenece. Quizá por eso me gusta tanto.

...

Hablan de un viento que sopló
con la promesa en su cántico
de que mañana será mejor.

Hablan de gaitas apagadas
allá en el norte.
En lo alto de Arthur's Seat.

¿Cómo puede ser mejor un día en que las gaitas no resuellan?

Hablan de lluvia.
Dentro.
En el corazón.
Fuera.
En Princess Street. 

...

Espérame, entonces.
Creo que si hablan de los dos.
Creo que cuentan de soslayo 
la historia de nuestros puntos suspensivos.

.
      .
            .

Rodaron los tres por la escalera de mi portal, dicen.

Uno se convirtió en el beso que me dio la razón.

Otro en una despedida mordaz.

Y el tercero y último sigue escondido en el armario de los contadores (ya sabes, donde todo se esconde).

Se niega a salir de su nuevo hogar.

Se niega a la concepción de un día mejor sin el sonido de las gaitas.

¿Cómo puede ser mejor un día en que las gaitas no resuellan?

Se niega, el tercer punto, a ser aparte. A separarte. A separarnos.

Sí, mañana será un día más amable.



            .
      .
.


sábado, 8 de junio de 2013

La constante viral.

Eres una de esas películas seleccionada como favorita.
La mejor canción de una banda sonora imposible de dejar de escuchar.
El olor a la casa del pueblo en primavera.
Eres tan fresco como la luz de Edimburgo una una tarde de verano a las seis. Como todo el ambiente que envuelve el cotidiano momento en que sales de casa después de la temprana cena. 
Eres la magia de el himno de los Lannister sonando mientras, en lugar de rememorar La Boda Roja, te dejas envolver por esa luz.
Por la humedad inherente.
Por la temperatura perfecta.
Por el color verde.
Y el olor a tierra mojada.

Eres la compañía perfecta en un paseo mudo por el camino secreto que bordea el río. En un día de lluvia, bajo un diluvio.
Cuando la piedra está resbaladiza y el horizonte inhabitado.

Eres, a la par, lo más dulce y lo más amargo de este momento de la noche y, por ende, de todos los instantes de añoranza predecesores y venideros.

Eres el replay en Spotify. Eres mi constante (mi constante viral, que no vital). 



"Maravillosa era la manera que tenía de ver las cosas"

Observé cómo sus dedos jugueteaban entre las bolsitas de cuero buscando alguna especia para sazonar las ratas.

Su piel morena y curtida, repleta de estrías, cayos y cicatrices refulgía al amparo de las llamas de la hoguera. Lejos de parecerme imperfecciones, solo podía ver un mapa de su historia, toda su personalidad exteriorizada en un lenguaje carente de movimientos y sonidos.

No usaba nunca menos de cuatro anillos en cada mano, todos de una plata algo áspera, carente de todo su brillo potencial, y muchos de ellos tenían piedras semi preciosas engarzadas. Al principal, el más grande y que siempre llevaba en el dedo corazón de la mano derecha, le faltaba una de las turquesas, la superior. Por lo visto la había perdido en el antiguo Nepal durante una exploración.

Apenas estaba vestida con ellos y con media decena de colgantes, también de plata y con piedras, de diferentes longitudes. Tintineaban cuando se movía rápido. Sólo se los quitaba para cazar y asearse.

Alzó la mirada y me sonrió, lasciva. Le gustaba nuestra desnudez. Era lo más natural que quedaba tras todo el desastre, y se empeñaba en que era necesaria en ciertas ocasiones, para comenzar una profunda reconciliación con la Tierra. A veces me hacía pensar que esa reconciliación pasaba por el sexo. Yo, desde luego, no ponía pegas. De hecho me parecía maravilloso.

Maravillosa era la manera que tenía de ver las cosas. 

No todo el mundo es capaz de conservar la cordura en una situación post apocalíptica, tras la destrucción de toda la verdad tal como la conocía.

Quizá ella no la conservara en realidad, y aún así poseía la mentalidad más pura y racional que jamás había conocido. Es probable que en otra situación no me hubiese fijado en ella. Pero lo había hecho. O ella en mí, no estoy seguro de quién había encontrado a quién. 

Y estaba seguro, más que nunca, observándola a la anaranjada luz del fuego, que era tremendamente afortunado de que nuestros pies se hubieran enredado.

martes, 4 de junio de 2013

La Límpida.

No estaba segura de mis sentimientos mientras tu mano descendía desde mi espalda hasta mi cintura.
Ni mientras me arrimabas a ti suave pero decididamente.
Me atrevería a decir que no estaba segura de mis sentimientos mientras me mirabas suplicante, con el ceño fruncido, esperando una señal de permisión, de deseo, de reciprocidad. Una señal, al fin y al cabo, que te diera vía libre.
Te aseguro que no sabía cómo me sentía cuando, ante la carencia de señal, arrancaste el permiso de mis entrañas y me besaste, dejando rastro de mi displicencia en tus manos.
¡Joder!, pensé cuando paraste que se me iba a caer el mundo entero encima porque no sabía qué hacer contigo.
Pero me abrazaste una vez más y te alejaste de mí con la cabeza gacha, tomándote un respiro, esperando que no te cruzara la cara, supongo.
Y una vez más fue mi falta de reacción lo que te hizo actuar. Alzaste levemente la frente, mirándome serio, interrogante, de refilón. 
Pero definitivamente nuestros ojos se encontraron, porque yo no podía dejar de mirarte. Contemplé mi reflejo en luna creciente. Y después fui más allá: profané los barrancos de tus iris, buceé entre las aguas de tu cristalino, y allí, cuando me paré a descansar en la límpida isla de tu pupila, no me hizo falta cavar para encontrar el mayor tesoro que todo ser humano puede ansiar poseer. 

jueves, 30 de mayo de 2013

Mueca Tranquila

Qué bonito verte leer, Mueca Tranquila. Piel morena, recoges tu pelo y te desentiendes. Tu cara se vuelve un triángulo que confluye en perfección con tus clavículas bien marcadas, dibujando un definido camino que se pierde en tu protuberante pecho.
Tus pestañas, oscuras, abren dos amplios y frondosos abanicos sobre tu rostro, y tu boca apenas murmura alguna palabra difícil de memorizar, mientras tu entrecejo se frunce a la espera de comprensión.
Qué bonito verte leer, Mueca Tranquila, qué bonito leer contigo.

domingo, 26 de mayo de 2013

Qué pretenden saber los sabios

Dicen los sabios que te dejaste caer
y nunca más volviste a subir.
Pero qué conocimiento pretenden albergar,
si no escucharon tu risa rodando
por la curva de mi espalda.

No te contemplaron bajo el sol de Sevilla
aquel 28 de mayo a las ocho de la tarde, 
con el aire revolviendo tu pelo
y la luz haciendo brillar el río.

Y tus ojos.

Y tu sonrisa.

Qué radiante era tu sonrisa.

Qué conocimiento pretenden albergar 
aquellos que se auto denominan sabios
si no quisieron escuchar el canto de tu respiración
y el respirar de tu voz cuando soñabas a mi lado.

Qué pretenden saber
si no conocieron tu sabor.

A salvaje.
A ahumado.
A sudor temprano.
A jabón antiguo.
Salado.

Qué pretenden saber
si no saben cómo
nos miramos.



sábado, 25 de mayo de 2013

Suspiro de lunes. O de miércoles.

La luz blanca y fría de la luna volvía a atravesar el hierro y el cristal, en un vicioso e insano ritual. Como si el vicio por sí solo no implicara enfermedad.

Y en otro vórtice de costumbrismo buscó su piel.

Le encontró en el suelo. 

Desnudo.

Sin nada que le protegiera de la falta de calor. De las inclemencias rugosas de las baldosas.

No se había molestado, como siempre, en cerrar los ojos; ni en acurrucarse. Ni en llorar, siquiera. Pero seguía turbia su mirada.

Simplemente yacía. Recto. Pesado. Con las yemas de los dedos impregnando de huellas dactilares su costal. Con sólo el movimiento de su caja torácica para confirmar que seguía vivo. A veces, en los suspiros, ya fueran de lunes, o de miércoles, también se hinchaba su pecho. Se llenaba los pulmones de un ambiente pesado que no conseguía huir por la ventana abierta porque una pátina de recuerdos oxidados se lo impedía.

Esa noche, ni siquiera su gato se atrevió a pasar por allí. Dejó a aquellos haces mortecinos el arte de la contemplación y la caricia. 






jueves, 23 de mayo de 2013

Oda inconclusa

Tus manos fueron mi paisaje.
Mis ríos, mis colinas, mi llanuras.
Ásperas, áridas, duras,
pero sutiles y sensibles.

En ellas me resarcía, y con ellas me buscabas.
Con ellas me quisiste.
Y más.

Tus nudillos, mis montañas, y observé cómo se derrumbaban
porque tú las tirabas abajo.
Sin consideración ni autocrítica.

Y lloré porque tus manos habían sido mis manos
y dejaron de serlo.
Y dejé de poder perderme en tus nudillos,
digo,
mis montañas,
porque se convirtieron,
digo,
las convertiste
en una amalgama de sangre.
Y yo no quería adentrarme ahí.

Y mis montañas,
digo,
tus nudillos...

dejaron simplemente de ser- montañas
(que recorrer).








miércoles, 22 de mayo de 2013

Cheers

Quiero que sepas que te lloré con lágrimas de sal y limón
que hicieron que mis ojos escocieran y se enrojecieran tanto como
al final de un día de bucear sin protección en una piscina con exceso de cloro.

Y las lágrimas llegaron a mi boca, amargas y tibias
casi como una infusión.
Pero bastante menos insípidas.

Quiero que sepas que te lloré y ya no te lloro.
Y que la sal y el limón y el tequila que los acompañaba
quedaron lejos hace años.

Pero quiero también que seas consciente
de cuán aterrador llega a ser
echarse a temblar sin tener frío. 

martes, 21 de mayo de 2013

93mm from the sun

Un verso facineroso se escapó rápido por tu boca, y tus labios no llegaron a cerrarse del todo después. Parecían incrédulos, conocedores de que tras aquello ya no valía la pena sellarse para contener algo, porque no había nada, había huido.
Me miraste no sin cierto pánico reflejado en tus pupilas negras, en tus iris oscuros, que si bien me acostumbré a ver centellear, habían caído en una espiral de pena hacía tiempo que los mantenía opacos y flemáticos.
Más parecía tu respiración un jadeo que tu habitual hálito.
Más parecía mi reacción un ataque que una respuesta civilizada.
Mi gesto se tornó en mueca, y mi corazón cesó su actividad.
Más nos acercamos al amor que al odio.
Y aún así, mi cerebro todavía no acierta a asimilar cómo conseguiste pronunciar lo que diez años y 93 millones de millas habían acallado.

Incavo

Algunas estrías eran demasiado profundas, encañonaban tu pecho trabajado e impertérrito. 

Algunas estrías eran demasiado profundas, me permitían bucear hasta lo más profundo de tus iris oliva y arena.

Algunas estrías eran demasiado profundas, y no alcanzaba a conocer los impulsos eléctricos con los que tus inquietas neuronas charlaban indiscretamente sobre mí.

Algunas estrías eran demasiado profundas, ahí donde tus miedos se dibujaban, escondidos, y no sabía si desde que estaba a tu lado, eran más oscuros o más taimados.

Algunas estrías eran demasiado profundas, y ahí estaba nuestro emplazamiento, en la más pronunciada de todas, buscando la luz del sol y evitando las opiniones ilegítimas. Encontrándonos a los dos.

jueves, 16 de mayo de 2013

Hasta fuego

-¡Hasta fuego!- te despediste con cara de poesía y la promesa de quemarme en otro momento. O eso fue lo que quise entender en un principio.
En realidad susurraste un "hasta luego" con cara de pena y la vaga posibilidad de volver escapando por tus labios. Más tarde tuve la certeza de que dijiste un adiós contundente que yo no quise entender cuando te escuché, porque nunca volviste. 
Pero un "hasta fuego" hubiera sido realmente prometedor: aunque nunca te expresaste verbalmente de esa manera, sí lo hiciste con tu mirada cada vez que te alejabas, y con tus manos cada vez que te acercabas. Y fuego era tu respiración cada vez que me alcanzaba.
Un "hasta fuego" hubiese sido lo correcto si, desde luego, hubieras tomado la decisión de volver.

martes, 14 de mayo de 2013

tercer domingo de un verano cualquiera

El tercer domingo de verano corría el aire.
En las calles.
Entre los barrotes de su ventana.
Y entre sus cuerpos.
El tercer domingo de verano no parecía domingo, sino uno de esos días de diario del junio temprano de hacía dos años. Cuando apenas existían en la casa los ruídos de ellos dos en silencio.
El ruído de la vida, dicen algunos que se llama. Un ruído que ambos dieron por extinto durante mucho tiempo.
Era bonito volver a escuchar aquel abrumador silencio. 
Era abrumador volver a escucharse en silencio.




The first one

te falla la risa
cuando caen las rosas
jugando al viento y
escribiendo prosa

te falla el pulso
y cae el lápiz
y sesga, desgarra el papel

te falla el aliento
y cae el ritmo
y cesa la carrera

te falla la vista
y se apaga la luz
y se siembra el silencio
de los colores

te falla el corazón...
y escribes tú la prosa
y te conviertes en verso
deseoso de un beso
suplicante y herido

te desgarras tú
de rabia contenida
que no contienes

y tú silencias el ruído
los dolores y los amores
las voces y los llantos
las complacencias y displicencias

te falla el corazón
y maquina el cerebro




Las calles del queso de untar


Como un Constantino Romero que desde las nubes mira con cara de complacencia cariñosa y paternal a Mufasa y a Darth Vader.
Como un domingo lastimero con olor a crema hidratante de Rochas que se esfuma, sin pena ni gloria, derramándose hacia el alcantarillado de la ciudad.
Como una canción de Bruce Springsteen que habla de las calles dibujadas en el queso de untar.
La sonrisa de lo ajeno se perfila, ebria, en tu cara.
Y crees distinguir entre el hipnotizante ruído de la calle una primavera que se fue, y cuyas sensaciones necesitas de vuelta.
Como las manos que tiemblan sobre el teclado esperando una respuesta.


Salitre en rebelión

Abrió la puerta. Y sobre ella se abalanzó un batiburrilo de olores que si bien a cualquiera podía parecerle desagradable, fue abrazado con fuerza por aquella mujer. Olía a colchoneta de plástico fino, a toalla mojada, a bikini lleno de arena, a dormir desnudos entre sábanas de algodón recién lavadas, a espeto de sardinas y a cerrado con un toque de bolas de naftalina.
Una sonrisa furtiva se escapó de sus labios y subió a sus ojos, que no acertaban a distinguir una figura definida en aquella casa en penumbra.
Las contraventanas de madera pintadas en un desvaído turquesa estaban cerradas, y sólo el ventanuco de encima del frgadero en la cocina dejaba entrever al otro lado de la estancia el cajón de los cubiertos. Diminutas motas de polvo se perseguían a través del pequeño y dorado haz de luz.
Cuando al fin acertó a reaccionar, dejó que las llaves cayeran estrepitosamente sobre la mesita de la entrada, y sin siquiera cerrar la puerta de la calle se encaminó con cautela a la terraza del salón. Retiró las livianas cortinas, abrió las puertas correderas, desplazó la mosquitera y se deshizo del encerramiento apartando con fuerza las puertas de madera vieja y semi putrefacta.
La luz del día saludó con un amable "buenas tardes", y el verdadero aroma a costa y la humedad impregnaron todo, incluídos sus huesos, incluídos sus recuerdos.
Abrió después, una a una, todas las ventanas, y cuando terminó la tarea se detuvo por primera vez a mirar en derredor.
Todos los muebles estaban cubiertos con sábanas polvorientas y algo apolilladas. Las retiró y tiró todas, sin miramientos ni complicaciones; no había allí nada que la lavadora y el sol pudieran sanar. Tosió y estornudó, y los ojos le lloraron un poco mientras parte del olvido se arremolinaba a su alrededor y otra parte huía hacia la playa. 
Aquello era lo que le quedaba. El pelo ondulado, la piel pegajosa y el suave estampado floral de los sillones.
Y una lata de atún en la encimera.

; u

Eres la muerte de mis muertes, la especialidad de mis noches y el sollozo que arrastra el viento de mis días.

Hapoteósico, con h


Todos llenos de resentimiento y odio, calados hasta los huesos, esperando un catastrófico final, apoteósico, tan horrible que podría escribirse con h. Hapoteósico. Realmente terrorífico, ¿no?
Humanos en pos de su propia destrucción. ¡Humanos provocando su desaparición! Tantos años de evolución para esto.
Una mirada de soslayo, una sonrisa cínica, y a seguir cada cual con lo suyo.
Es precioso centrarse en la belleza y la amabilidad.

no particular place


La contemplé desnuda, bañada en sudor, yacente, tranquila, sola.
Rodeada de expectante naturaleza.
Mi deseo de acercarme a ella se intensificaba cada vez que el aire se huracanaba entre sus extremidades, enredando su pelo y acercándome su aroma falto de perfume. Despertaba en mí instintos muy básicos.
El universo al completo se convertía en una insignificancia cuando ella, sumida en lo onírico, movía en un ligero impulso alguno de sus dedos. En esos momentos, me estremecía al pensar que podía despertarse rompiendo aquella imantada atracción, pero a su vez ante la posibilidad de que no reaccionara en mi presencia y pasara desapercibido; porque, si ella no actuaba, no iba a hacerlo yo.
Notaba que pasaban las horas por cómo los haces de luz que se colaban entre las copas de los árboles se desplazaban sobre su piel y la mía. Parecía que se encontraba en un descanso eterno. No me molesté en calcular cuántos días estuve atrapado en aquella celda inmaterial, contemplándola, carente de necesidades excepto la de no apartar mis ojos de ella.
No fue hasta el momento en que un ruidoso corzo se adentró a pastar en el claro que abandoné mi ensimismamiento. Y decidí que no debía volver a mirarla si quería continuar con mi vida.
Me mesé una barba que no tenía cuando me perdí en aquel bosque, mirando a mis pies. Después, miré mis manos, tragué saliva, y supe que tenía que marcharme.
Y dejé allí, postrada en el suelo, a aquella diosa de carne y hueso, y a su lado mi espada, como regalo y prueba de mi presencia. Y bajo mi espada, y sesgada por aquella mujer, mi dignidad como hombre, y mi falta de humildad.
Dejé, allí, un peso que no necesitaba.
Y ligero pero cansado, me dispuse a desandar lo andado.