Recogió sus andares y dobló media esquina, porque tras la otra media solo estaban la nada y su destino final.
Apabullante.
Con la barbilla alta, conteniendo el aire en los pulmones y la saliva al borde del desfiladero de su garganta. Se giró elegantemente, dejando que sus zapatos negros de tacón fino y altura media hicieran crujir la grava.
Hizo visera con la mano para evitar deslumbrarse. Y fui yo quien quedó deslumbrado una vez más.
Confusión.
No sabía hacia donde dirigirse.
No perdía la compostura ni un segundo. Todo bajo control. Siempre.
Y aún así, cobarde.
Porque sentía y parecía no padecer. Nosotros, nunca a la misma altura. Nunca, jugando el mismo juego, con el mismo número de cartas; ella siempre tenía más y, aún así, a sabiendas, hacía trampa.
A mí no me salía no ser transparente como un pequeño charco tras un día de lluvia. Y ella no quería dejar de ser turbia como un enlodado y bravío río en medio de un vendaval.
Y así, con sus andares recogidos, su barbilla alta, su elegancia y compostura, y su cobardía, como siempre en una encrucijada, escogió todas las direcciones menos la que venía hacía mí.
Y la vi dividirse. Más que eso, la vi partirse. Escindirse en muchas Ella, sin significar eso que ninguna perdiera un ápice de fuerza y concisión. Contemplé como todas sus partes se miraban una última vez.
Y después, sin esperar un segundo y sin un gesto de despedida o aprobación, cada cual tomó su camino.
Y allí se quedó su corazón, en el centro, esperando a que cualquiera lo viera y fuera a entregárselo de vuelta. A una de sus muchas partes, para recomponerla entera, y que las demás volvieran al fresco olor de un corazón en su hogar.
Esperando a que cualquiera se lo diera.
Cualquiera menos yo.
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