sábado, 6 de julio de 2013

¡Ay, Habana!

A finales de los 50 se dibujó en las calles de La Habana la figura de ambos bailando una pegajosa salsa, mojada de ron y sudor.
Una danza de proximidad pasional erizada en el momento previo a un beso, de narices rozándose y bocas entreabiertas, que se convertía en eterno, en ligeros roces de dientes, en la expectativa, implacable, que recorría a nuestros cuerpos y se convertía en la precursora de nuestros movimientos. Más eficaz y precisa que la música.
Volvíamos el uno al otro imantados, calientes, deseosos del encuentro de la carne, de las vueltas y el vaivén, de tus manos en mis hombros, en mi cuello, en mi pelo y mi cintura. Y mi cadera.
La luz dorada de la tarde se reflejaba en las fachadas claras y ligeramente desgastadas de los edificios coloniales, y si bien en aquella azotea el aire nos rodeaba, no corría entre nosotros, siendo el que movía mi pelo y mi falda aquel que provenía de la sístole y la diástole de nuestros corazones, que bailoteaban a nuestro compás. 

Y nuestras pelvis volvieron a entrechocar y a sumirse en el meloso bamboleo.

Pero la magia se quebró de repente.
Nuestra salsa se cerró abruptamente con el sonido de una revuelta en la calle y el fin de la canción, una sonrisa en nuestros labios y la promesa simple y llana de volver a aquel edificio de tres alturas que jamás volvimos a ver.

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