La tartaleta de carne y verdura humeaba en la mesa de cedro. Madera lijada. Desprovista de su brillo. Vieja y ligeramente carcomida.
Y mientras los quehaceres se terminaban lentamente en aquella estancia, ella bailoteaba distraídamente. Esta vez al son de "Potter Waltz", mientras tarareaba la canción instrumental y sonreía de manera casi automática. Incluso con los ojos cerrados se atrevía a moverse por allí desahogadamente, sin miedo a chocarse con nada. Fluía. Casi podría decirse que levitaba.
Descalza. Vestida con un ligero vestido lencero y un delantal, sudaba en aquella bochornosa tarde de verano en la que el calor era mayor en la cocina por el horno recién apagado.
La luz del ocaso se esparcía por cada rincón y la bañaba. Dorada, brillante.
No tenía nada ni a nadie que esperar, ni nada ni nadie que la esperara.
Y quizá por eso bailara.
Por la libertad que tantos ansiaban y pocos poseían.
Tanta era que no cabía en su cuerpo.
Quizá fuera esa libertad la que su poros rezumaban.
Quizá fuera esa libertad la que su poros rezumaban.
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