No soy de frases célebres, soy de celebrar con frases.
Y es que:
hay cierta belleza, tan única y personal, que no es demostrable con acto alguno; son las palabras las que dan amparo a su reflejo quebrado en un ámbito público
que, sin embargo, concede una privacidad incluso inalcanzable en ciertos momentos íntimos. Es posible hacer que solo media persona entienda lo que se dice. Y que a vista desacostumbrada un trasfondo escalofriante se quede en mera belleza incomprensible.
Se consigue con el subjetivo significado de un significante. Y valga la redundancia, porque bien vale.
Con pausas que los ojos de lector, ajeno a la situación, interpretan como artificios artísticos que desafían a la gramática.
Pero en realidad simbolizan el asesinato con premeditación, alevosía y ensañamiento de un mosquito.
O el vaivén de un abanico.
O una complicidad instantánea invadida por un espectador indiscreto.
O una mirada desesperada al reloj.
Una belleza que se queda en un final abierto porque se terminó la inspiración, porque es mejor dejar con intriga, o...
Que bárbaro final! Que bárbaras metáforas!
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