martes, 14 de mayo de 2013

no particular place


La contemplé desnuda, bañada en sudor, yacente, tranquila, sola.
Rodeada de expectante naturaleza.
Mi deseo de acercarme a ella se intensificaba cada vez que el aire se huracanaba entre sus extremidades, enredando su pelo y acercándome su aroma falto de perfume. Despertaba en mí instintos muy básicos.
El universo al completo se convertía en una insignificancia cuando ella, sumida en lo onírico, movía en un ligero impulso alguno de sus dedos. En esos momentos, me estremecía al pensar que podía despertarse rompiendo aquella imantada atracción, pero a su vez ante la posibilidad de que no reaccionara en mi presencia y pasara desapercibido; porque, si ella no actuaba, no iba a hacerlo yo.
Notaba que pasaban las horas por cómo los haces de luz que se colaban entre las copas de los árboles se desplazaban sobre su piel y la mía. Parecía que se encontraba en un descanso eterno. No me molesté en calcular cuántos días estuve atrapado en aquella celda inmaterial, contemplándola, carente de necesidades excepto la de no apartar mis ojos de ella.
No fue hasta el momento en que un ruidoso corzo se adentró a pastar en el claro que abandoné mi ensimismamiento. Y decidí que no debía volver a mirarla si quería continuar con mi vida.
Me mesé una barba que no tenía cuando me perdí en aquel bosque, mirando a mis pies. Después, miré mis manos, tragué saliva, y supe que tenía que marcharme.
Y dejé allí, postrada en el suelo, a aquella diosa de carne y hueso, y a su lado mi espada, como regalo y prueba de mi presencia. Y bajo mi espada, y sesgada por aquella mujer, mi dignidad como hombre, y mi falta de humildad.
Dejé, allí, un peso que no necesitaba.
Y ligero pero cansado, me dispuse a desandar lo andado.

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