martes, 14 de mayo de 2013

3:14


Con ligereza, rozó con la yema de sus largos dedos la prístina superficie del espejo.
Apartó la mano del cristal, y entornó los ojos en un gesto dramático, envuelta en el esfuerzo de reconocerse como lo hizo tiempo atrás.
Las gafas sobre su cabeza le apartaban el pelo de la cara. Demacrada.
Los ojos hinchados, enrojecidos, enmarcados en unas ojeras violáceas y profundas.
Y en su interior, sus vísceras ardían, quemadas por el frío. Su sangre se había convertido en horchata, fría y espesa, y circulaba lentamente por sus venas.
Y su cerebro, colapsado.
No era ella, no era nadie.
Se reducía a un cúmulo de sentimientos contradictorios e hirientes. A confusión.

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