Eran sus curvas, que se desdibujaban tras su fino pijama.
Era su sonrisa, que sin ser perfecta era la más bella del mundo.
Eran sus ojos, que sin ser enormes o de un color inusual eran los más resplandecientes sobre el planeta.
Era su risa, dulce gorgoteo que recordaba al arrullo de una pequeña cascada, fresca y natural.
Era su pelo, hilos ondulados de cobre y oro que olían a fruta.
Era su perspicacia, capaz de derribar al hombre más sabio.
Era su simpleza, tan infinita que la convertía en el ser más complejo de la Tierra.
O quizá fuera simplemente el amor que él sentía, que rezumaba por cada uno de sus poros y le abotargaba el cerebro.
Quizá fuera simplemente amor.
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