martes, 14 de mayo de 2013

Firenze


Bajo un apocalíptico y gris amanecer la antigua belleza de Florencia se escondía, tímida, temerosa, derrumbada. A cada paso que daba los escombros se quejaban bajo mis pies, implorando un rescate imposible, una reconstrucción que escapaba incluso a los límites de mi imaginación.
Esquivé callejeando los puntos de alta toxicidad sin necesidad de mirar el mapa: el adoqinado se ennegrecía y desprendía un extraño olor, solo relacionable con aquella trampa química que no perdía eficacia incluso después de tantos siglos.
Sin darme cuenta, me encontré ante el imponente duomo de Santa María del Fiore: en contra de todo pronóstico, había vencido sus innumerables batallas con la naturaleza, que había intentado de vana manera derrotar aquel edificio semi divino. Sólo el campanario del Giotto mostraba un esqueleto quebradizo y semi derruido, y el resto estaba, simplemente, desmejorado por la falta de mantenimiento: no parecía sufrir daños estructurales.
Corrí hacia las puertas, que cedieron ante -apenas- el roce de la palma de mis manos, y el entrar en la nave central inspiró en mi un enfrentamiento de sentimientos irreconciliables. El Renacimiento (conocido ahora como Primer Renacimiento) inundó mis ojos y aplastó mi corazón como si de un yunque se tratara. Los frescos de cada rincón se mantenían intactos, y sentí que cientos de figuras, lejos de encontrarse en sus posturas originales, me observaban desde la cúpula Brunelleschi, cuya escalera encontré tras haber divagado por la inmensa catedral durante unos minutos que se me hicieron eternos.
Los más de cuatrocientos escalones no parecieron sufrir mi peso, así como tampoco lo hizo la balaustrada del interior de la cúpula cuando me asomé a contemplar la altura a la que me encontraba cuando llegué arriba, y desde donde pude observar el deslucido, empolvado y desgastado suelo que un día resultó brillante a la vista humana.
Encontré, para mi sorpresa, que la escalinata que llevaba al exterior había sido redescubierta y restaurada, y salí con una expectación y una ausencia de vértigo que sólo resultaban un indicio más de mi falta de cordura.
Pero sentir la vieja Florencia a mis pies, incluso estando muerta y cubierta de podedumbre, me hizo darme cuenta de cuán lejos me encontraba de aquella autodenominada raza humana, que presumió de poseer una moralidad de la cual carecía y que se extinguió aplastada bajo su propio poder.

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