martes, 14 de mayo de 2013

The Mound


Caminaba deprisa por las calles de Edimburgo. Las seis y veinte. Aún tenía diez minutos para llegar desde le principio de Queen Street hasta The Mound. Quizá coger el autobús era su mejor opción... no, en definitiva no, no se sabía los horarios.
Echó a correr por la acera, esquivando a los pocos transeúntes que pasaban por allí, escuchando el repiqueteo de sus tacones en el suelo aún húmedo por la lluvia de esa mañana.
Castle Street, la escuela de idiomas de EAC, Frederick Street. Las seis y veinticinco. Aquí, ahora, tenía que tomar esa calle a la derecha. Cuesta arriba, perfecto, lo que necesitaba. Dejó de correr. George Street. Seis y veintiocho. No llegaría a tiempo. Notó cómo aumentaba la presencia de la gente.
Cuando ya casi estaba en Princess Street, pudo ver los jardines del oeste. Tendría que haber seguido hasta Hanover Street y hubiera llegado directamente hasta The Mound. Pero en realidad no importaba mucho, sólo tenía que seguir recto, correr un poco evitando a la gente, que circulaba por allí apurando los últimos minutos de las tiendas abiertas en rebajas.
Cuando llegó al final de los jardines del oeste, cruzó el paso de peatones sin esperar a que la luz cambiase de color. Subió los grandes escalones de la Royal Scottish Academy. Las últimas luces de la tarde, anaranjadas, asomaban tímidas entre las nubes, y creaban un efecto romántico tras las columnas del gran edificio de roca marrón. Saltó de nuevo por los escalones para llegar a la plaza.
Y le vió allí, esperando con un helado que empezaba a derretirse en una mano y mirando con impaciencia el reloj.
-¡Perdón, perdón, perdón!- gritó ella desde la distancia.
Él levantó la cabeza y la vio correr como una loca entre la gente, dirigiéndose hacia allí, con la gabardina abierta y el vestido pegándose a su piel con el poco viento que había, con pasos ligeramente entorpecidos por los tacones.
-Llegas seis minutos tarde.
Ella no podía hablar, necesitaba recuperar el aliento. Cuando paró se dobló un poco sobre sí misma y le miró con esos grandes ojos azules que de vez en cuando le mataban un poquito.
-Lo sé-siguió jadeando-, lo siento.
Se incorporó, exhaló un gran suspiro, y empezó a adecentarse un poco mientras él la miraba con ternura. Planeaba en su mente qué decir: "Este helado era entero para ti, pero no llegabas y se ha empezado a derretir, así que he comido un poco..."; "Estás preciosa..."; "Menos mal que has llegado, ya pensaba que me abandonabas...". Sin explicación alguna, le parecía que todo sonaba tremendamente espantoso.
Y cuando ya estaba intentando pensar en otra cosa, ella agarró su brazo y el helado se le resbaló de la mano, ambos sonrieron como dos estúpidos enamorados, y se perdieron en un beso dulce y empalagoso como el fudge más delicioso de la ciudad.

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