martes, 14 de mayo de 2013

Olas.


El viejo navío se bamboleaba lentamente a merced del ligero oleaje que hacía crujir su putrefacta madera.
El sol pegaba con fuerza, y el vaivén habitual del barco transcurría lenta y perezosamente bajo mis pies: sentada en la carpa más alta del mástil central, observaba desde las alturas, dejando que la brisa salada acariciara mi piel morena y curtida por el trabajo en el barco.
Le vi salir de la bodega comiéndose una manzana. También el sol había tostado su piel y quemado su pelo- que llevaba algo sucio y despeinado-, como había hecho con todos los tripulantes del barco. Y me descolgué lentamente del mástil, sirviéndome de las redes y los retales de vela que había usado para subir.
-Hola, mi pequeño mono- dijo cuando estuve a su lado. Sonreía satisfactoriamente entre mordisco y mordisco a la manzana, con los ojos entrecerrados para evitar la luz. Al ver mi mohín soltó una suave carcajada-. Te he visto bajar del mástil.
Charlamos sobre trivialidades mientras nos dirigíamos al camarote de la capitana para recoger unos vestidos que me había encargado y bajarlos a la bodega. Mientras yo rebuscaba en el armario él se sentó en la cama y terminó de comerse la manzana, para tumbarse después.
Le observé de reojo durante unos segundos, y tras verle allí con los ojos cerrados y una media sonrisa, con la serenidad por sutil invitación para que me uniera a él, dejé mi trabajo y me tumbé a su lado, de costado, mirándole. Abrió los ojos tras unos minutos y giró la cara. Y dos pozos oscuros y profundos me escudriñaron con detenimiento, con parsimonia. Y unos dedos pegajosos y perfumados con el zumo de la manzana acariciaron lentamente mi rostro, llegaron a mi cuello y descendieron lentamente para pararse en mi cintura. Y unos labios dulces y suaves besaron los míos, y mi respiración se volvió a entrecortar como respuesta a ese estímulo que me era tan familiar, pero que no dejaba de revolver mi interior.

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