martes, 14 de mayo de 2013

hms


Yació Sayid entre mis brazos, sobre mi pecho, sintiendo por última vez mi respiración. Las lágrimas surgían a borbotones de mis ojos, y se precipitaban por mi barbilla hasta estrellarse en su frente y deslizarse por su cara o perderse en su ocuro pelo.
Acaricié sus heridas con suavidad, recorrí la línea de su nariz recta y de su fuerte mentón. Y acogí entre mis labios su último suspiro.
Lapidado, había muerto lapidado, y su asesinato suponía la prematura muerte de mi corazón. Cerré los ojos, y en silencio maldecí nuestra suerte y nuestro destino. Nuestra familia, nuestro entorno, nuestro país y nuestra religión. Pero no hubo arrepentimiento alguno por nuestra condición sexual.
Y después repetí gritando aquella maldición, rezumaba mi desdicha y explotaba mi ira.
Ya no me importaba mi futura ejecución, no me preocupaba la soga que rodearía mi cuello y se apoderaría de mi aliento. Sólo esperaba el momento de volver a reunirme con él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario